No sabría decir cómo llegué hasta aquí, más que explicar que una serie de hechos se concatenaron uno tras otro hasta traerme hasta donde me encuentro ahora... al punto de la perdición. Dice un refrán que "pueblo pequeño, infierno grande" y es allí donde me hallo precisamente, en una de esas pailas de infierno que se dan en llamar pueblo pequeño.
En carnavales llegaba cada año una de esas ferias ambulantes, se instalaba en la calle de arriba, en las afueras del mercado, con sus caravanas desvencijadas, sus perros flacos, su carpa de circo remendada y sus payasos tristes. A mí no me gustaba asistir a un espectáculo tan lamentable pero aún así era inevitable enterarse de los pormenores del mismo pues estaba en boca de todos.
Sin embargo este año habían añadido una novedad: Una rueda de la fortuna, con la pintura de sus tubos muy brillante, roja y amarilla. La feria abría al público al atardecer. En la "ŕueda" o "estrella" como también le decían, parpadeaban luces rojas con forma de corazones, los niños disfrazados junto a sus padres hacían largas filas para montarse en ella, aunque usaban las mascarillas no se podría decir que respetaran estrictamente el distanciamiento recomendado. Desde la altura se alcanzaba una vista panorámica del pueblito y sus montañas circundantes, seguro sería una fotografía estupenda, así que casi sin querer queriendo me fui acercando.
A medida que caminaba por la angosta calle que conducía al mercado vi a una de mis vecinas y su niño pequeño entrar en una de las puertas, que permanecía abierta. No pude evitar la curiosidad de asomarme al interior, de donde emanaba una luz amarillenta, las paredes verde agua hacían ver el lugar como una sucia pecera, adentro era como una sala de espera con sillas adosadas a la pared. La muchacha me saludó y me hizo gesto con la mano para que entrara, aún con mis dudas fui hasta donde se encontraba, me dijo que esperaba ser atendida por el "doctor", aunque particularmente no me pareció muy salubre el ambiente. Sin que nadie saliera del "consultorio" ubicado en una segunda planta a la que se accedía por una escalera con baranda metálica, una voz nasal llamó: -Siguiente.
La infeliz se sobresaltó en el asiento y exclamó: -¡Mi turno!-. Arrastrando por un brazo al niño que se retorcía llorando, entre amenazas susurradas a regañadientes y tropezones logró subir las escalerillas y desapareció tras la puerta que sólo se abrió brevemente para engullirla a ella y al pequeño. Entonces me vi sola en la habitación de abajo, observé cada vez más asqueada que en una esquina se apilaban un montón de trapos, ropa sucia, manchada, con los estampados descoloridos y muy desgastada, con olor a grasa, sudor y orines rancios. Las arcadas acudieron a mi garganta. Descubrí otra puertecilla bajo la escalera, pensando que sería un baño y al no poder contener más las náuseas la empujé con la rodilla para abrirla. No era un baño sino un depósito con estantes y un refrigerador. En las repisas frascos de vidrio contenían vísceras y diversos fetos flotando en líquidos viscosos. La puerta del refrigerador estaba entreabierta y pude ver un cerebro congelado sobre un helado charco de sangre y otras bolsas conteniendo carne. El horror se apoderó de mí superando el ansia de vomitar y salí a la calle desierta, totalmente descompuesta inhalé una profunda bocanada del aire fresco de la noche antes de colocarme nuevamente el tapabocas.
Los pensamientos se aglutinaban en mi mente a toda velocidad tratando de procesar la información, interrogantes surgiendo sin cesar... ¿Por qué mi vecina había acudido a ese lugar? ¿Y aquel lugar sería una clínica clandestina de abortos? ¿Y los otros órganos? ¿Tráfico humano para transplantes? ¿Canibalismo? ¿Acaso la gente participaba voluntariamente en esa masacre? ¿Qué haría el supuesto doctor si se enteraba de que yo había visto su despensa? Con el estómago aún revuelto fui dando un paso tras otro y así seguí sin enterarme de nada hasta abordar la atracción mecánica. Otro vecino, el dueño de la posada, se subió a mi lado en el último momento. Me dijo con mirada risueña:
- ¡Parecemos un padre y su hija!
Yo asentí condescendiente y sardónica a la vez; el hombre parecía escrutarme minuciosamente haciendo más incómodo el momento. Al llegar a la parte superior saqué el teléfono de mi bolso y tomé la fotografía, en el horizonte aún se distinguían franjas encendidas, más arriba el cielo azul añil asomando las primeras estrellas sobre la silueta de la iglesia y el pueblo como un pesebre tendido a sus pies. Una postal muy turística, tal y como me la había imaginado.
Arte: Harkalya