La Feria de las Crueldades

 


No sabría decir cómo llegué hasta aquí, más que explicar que una serie de hechos se concatenaron uno tras otro hasta traerme hasta donde me encuentro ahora... al punto de la perdición. Dice un refrán que "pueblo pequeño, infierno grande" y es allí donde me hallo precisamente, en una de esas pailas de infierno que se dan en llamar pueblo pequeño. 


En carnavales llegaba cada año una de esas ferias ambulantes, se instalaba en la calle de arriba, en las afueras del mercado, con sus caravanas desvencijadas, sus perros flacos, su carpa de circo remendada y sus payasos tristes. A mí no me gustaba asistir a un espectáculo tan lamentable pero aún así era inevitable enterarse de los pormenores del mismo pues estaba en boca de todos. 


Sin embargo este año habían añadido una novedad: Una rueda de la fortuna, con la pintura de sus tubos muy brillante, roja y amarilla. La feria abría al público al atardecer. En la "ŕueda" o "estrella" como también le decían, parpadeaban luces rojas con forma de corazones, los niños disfrazados junto a sus padres hacían largas filas para montarse en ella, aunque usaban las mascarillas no se podría decir que respetaran estrictamente el distanciamiento recomendado. Desde la altura se alcanzaba una vista panorámica del pueblito y sus montañas circundantes, seguro sería una fotografía estupenda, así que casi sin querer queriendo me fui acercando. 


A medida que caminaba por la angosta calle que conducía al mercado vi a una de mis vecinas y su niño pequeño entrar en una de las puertas, que permanecía abierta. No pude evitar la curiosidad de asomarme al interior, de donde emanaba una luz amarillenta, las paredes verde agua hacían ver el lugar como una sucia pecera, adentro era como una sala de espera con sillas adosadas a la pared. La muchacha me saludó y me hizo gesto con la mano para que entrara, aún con mis dudas fui hasta donde se encontraba, me dijo que esperaba ser atendida por el "doctor", aunque particularmente no me pareció muy salubre el ambiente. Sin que nadie saliera del "consultorio" ubicado en una segunda planta a la que se accedía por una escalera con baranda metálica, una voz nasal llamó: -Siguiente. 


La infeliz se sobresaltó en el asiento y exclamó: -¡Mi turno!-. Arrastrando por un brazo al niño que se retorcía llorando, entre amenazas susurradas a regañadientes y tropezones logró subir las escalerillas y desapareció tras la puerta que sólo se abrió brevemente para engullirla a ella y al pequeño. Entonces me vi sola en la habitación de abajo, observé cada vez más asqueada que en una esquina se apilaban un montón de trapos, ropa sucia, manchada, con los estampados descoloridos y muy desgastada, con olor a grasa, sudor y orines rancios. Las arcadas acudieron a mi garganta. Descubrí otra puertecilla bajo la escalera, pensando que sería un baño y al no poder contener más las náuseas la empujé con la rodilla para abrirla. No era un baño sino un depósito con estantes y un refrigerador. En las repisas frascos de vidrio contenían vísceras y diversos fetos flotando en líquidos viscosos. La puerta del refrigerador estaba entreabierta y pude ver un cerebro congelado sobre un helado charco de sangre y otras bolsas conteniendo carne. El horror se apoderó de mí superando el ansia de vomitar y salí a la calle desierta, totalmente descompuesta inhalé una profunda bocanada del aire fresco de la noche antes de colocarme nuevamente el tapabocas. 


Los pensamientos se aglutinaban en mi mente a toda velocidad tratando de procesar la información, interrogantes surgiendo sin cesar... ¿Por qué mi vecina había acudido a ese lugar? ¿Y aquel lugar sería una clínica clandestina de abortos? ¿Y los otros órganos? ¿Tráfico humano para transplantes? ¿Canibalismo? ¿Acaso la gente participaba voluntariamente en esa masacre? ¿Qué haría el supuesto doctor si se enteraba de que yo había visto su despensa? Con el estómago aún revuelto fui dando un paso tras otro y así seguí sin enterarme de nada hasta abordar la atracción mecánica. Otro vecino, el dueño de la posada, se subió a mi lado en el último momento. Me dijo con mirada risueña:

- ¡Parecemos un padre y su hija!


Yo asentí condescendiente y sardónica a la vez; el hombre parecía escrutarme minuciosamente haciendo más incómodo el momento. Al llegar a la parte superior saqué el teléfono de mi bolso y tomé la fotografía, en el horizonte aún se distinguían franjas encendidas, más arriba el cielo azul añil asomando las primeras estrellas sobre la silueta de la iglesia y el pueblo como un pesebre tendido a sus pies. Una postal muy turística, tal y como me la había imaginado.




Arte: Harkalya





Alter Ego

 



Por: Koral García Delgado @harkalya

Co-autor: Alter Ego game app


Dedicado a mi querida Arlenis Olivero, agradeciendo por darme cita con mi bailarina en El Camino del Artista*.




Pinky entró en su camerino del cabaret, se sentó en el taburete y se descalzó las altas botas de patente charol color fucsia, a continuación se despojó de las abundantes propinas sobre el peinador y dejó su estola de plumas guindada en el perchero. Se desvistió con gracia felina, desabrochando su corset cuidadosamente y lo colocó junto con las pantaletas, el ceñidor y las medias en el cesto de la ropa sucia. Limpió su rostro de maquillaje y tomó una ducha. Detestaba el olor del bar impregnado en su cabello y su ropa, pero amaba los lujos y la sensación de ser deseada. Algún día cambiaría de vida, pero no hoy.

Con la toalla aún enrollada en su cabeza como un turbante, tomó asiento y contó el dinero de las propinas, mil doscientos veintidós dólares con veinticinco centavos. Una buena noche para ser domingo, o más bien lunes, si consideraba la hora. Abrió la cajita de música y le dio cuerda, la pequeña bailarina empezó a girar al ritmo de la conocida lullaby mientras acomodaba los billetes en el compartimiento secreto. La música despertó la nostalgia por su infancia y le arrancó un bostezo. ¿Quedaba algo de esa dulce niña en la mujer que ahora se reflejaba en el espejo? 

Se sentía demasiado cansada para regresar a casa a esa hora de la madrugada, a una casa vacía donde nadie la esperaba, a una casa sin calor de hogar; además no sería prudente -con todas esas noticias sobre violaciones, feminicidios y tantas atrocidades que se leían en los medios últimamente, sólo de pensarlo sintió como la ansiedad le tensaba los músculos, no tenía ningunas ganas de poner a prueba sus lecciones marciales de defensa personal. En cambio prefirió tomar uno de sus libros del pequeño estante a su espalda y recostarse a leer esperando hasta el amanecer en el chaise longe. Sus finos dedos se deslizaron por los lomos de sus silenciosos amigos... De tín marín... Hesse, Camus, Dostoyevsky, Kafka, Saint Exupery, Poe, Chejov... El Primer Amor, de Iván Turgenev... cerró los ojos y abrió una página al azar, la número 75:

"La sensación de beatitud cual experimenté en aquel entonces no se ha repetido nunca en mi vida. Se colgó como un dulce dolor en todos mis miembros y se expulsa finalmente en vueltas raptadas y exclamaciones. Como un asunto de hecho, yo era aún una criatura..."

Lo devolvió a su lugar, un sabor agridulce pasando grueso por su garganta, destacando la oquedad creciente que oprime en su pecho y optó entonces por su favorito invicto de todos los tiempos: Alicia En El País De Las Maravillas de Lewis Caroll. Muchos lo consideran un libro infantil, pero no ella. Después de todo, ¿cuántos de quienes lo han leído han seguido realmente al conejo blanco? ¿Cuántos han caído por su agujero y llegado al otro lado? "El camino se guía a sí mismo"... 

En algún momento debió quedarse dormida porque de repente se encontró frente a todos esos rostros pétros y una voz metálica repitiéndose sin cesar: ¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Qué quieres? Pero por ningún lado se veía la simpática y narcótica oruga. No había fiestas de té ni rosas pintadas. Sólo una calle interminable repleta de los rostros grises y severos que la miran con reproche, que fruncen el ceño con disgusto, que niegan censurando con reprobación. Y ella en el medio dando vueltas como la bailarina de la caja de música, con su leotardo y su tutú, sin saber qué contestar, sólo girando sin sentido pero con ritmo, marcando compases de polka con sus brazos como agujas de un reloj, mientras sus pies van de la primera a la tercera posición y plies-demiplies-grandplies... una y otra vez... una y otra vez... una y otra vez. Todo está bien, todo está bien, todo va a estar simplemente bien, repito en mi cabeza, tratando de evitar las sensaciones desagradables que me embargan, el temor a tropezar, las zapatillas desgastadas que maltratan los pies con su punta de yeso, el moño apretado sobre la coronilla halando desde las sienes que me hace doler la cabeza y no me deja pensar. 

¿Quién soy? ¿Es que tengo que ser "alguien"? ¿Acaso no puedo ser solamente yo misma? No lo sé, a ciencia cierta, no lo sé... soy un alma errante en los designios del Cosmos, un anhelo ancestral perdido entre suspiros de amores imposibles e insatisfechos, un espejo roto cuyos fragmentos persisten en su voluntad de reflejar... ¿Que qué quiero? Sólo quiero estar en paz, lo que sea que eso signifique... traspasar el conflicto latente de un optimismo obsesivo, la fijación de una certeza en el teatro de la incertidumbre donde la negatividad me ofende con su repulsiva fealdad... Danzar o quizas volar, flotar, entregarme hasta disolverme en el absoluto, hasta que sólo quede una sonrisa de luna creciente suspendida como un recuerdo efímero en el oscuro telón al fondo del escenario que es el mundo, hasta que aquella añorada inocencia regrese y se instale, sin desaparecer jamás...




*Libro El Camino Del Artista, de la autora Julia Cameron.

Arte: Harkalya 

Cantos de Sirena





Por: Koral García Delgado @harkalya y Jorge Carrerá


La luz del sol entrando por el pequeño espacio entre la cortina y el dintel de la ventana le dio directamente en los ojos, ella somnolienta los abre con lentitud, arruga el entrecejo… en su memoria aún frescas las imágenes de un mundo extraño, azul y líquido, resuenan, intenta recordar ese sueño recurrente, donde es "alguien", donde es reconocida, donde es regia.

Un bebé llora a su lado, ella lo toma en sus brazos y lo amamanta con el amor infinito de una madre, lo observa embelesada mientras alivia la turgencia de sus pechos; la mañana aunque soleada se siente fría, como todas las mañanas en esta urbe de ladrillo, en este laberinto miserable. Se levanta por fin y entre atender al niño, asearse y medio poner en orden la cama y la ropa para lavar en el lavadero comunal, revisa su bolso de mano y sale corriendo de su habitación de la pensión dejando la puerta bien cerrada.

-Seño Maltilde, Buenos días, dice con voz sonora.
-Mijita se le hizo tarde otra vez, muestre este muchacho para acá.
-Seño Matilde mañana le pago lo de la pieza, no se preocupe oyó?
-Bueno mijita, pero sin falta porque Rubén se molesta.

-Noo doña Matilde yo le cumplo, no le diga a don Ruben. Hasta luego doña Matilde.
-Bueno mija, venga temprano que este chino suyo da mucho trabajo.
-En la tarde nos vemos.
Miladys sale corriendo de la pensión a la estación del bus, al llegar las filas interminables como siempre, la gente abarrota la estación. Con parsimonia los pasajeros van entrando en los buses de manera desordenada, el roce con las otras personas, cuidar la cartera, el agobiante transporte público, entre empujones y pisotones logra acomodarse en un puesto libre de la parte de atrás del bus cuando éste comienza su lento transitar.

Los olores, el ambiente, el sonido rítmico del motor, hacen que cierre sus ojos. el sueño toma el control, su cerebro se desplaza al otro mundo. Otra vez a ese mundo azul hermoso, otra vez esa sensación de ser amada y respetada, plena...

Una pequeña joven de piel dorada en túnica blanca se le acerca con un ánfora.

-Mi señora, su baño está listo. 
 
-Voy, ¿qué ha pasado con los hipocampos del establo imperial? ¿Los lograron controlar?

-No lo sé, mi señora cuando usted llegó anoche estaban aún buscando las almejas para eso.

-Ahora que me acicale, vas a buscar al Comodoro Superior, que venga a mí.

-Sí, mi señora.

En el mismo momento en que se despoja de su vestimenta y se introduce en la tina humeante extendiendo su larga cola escamada en el agua tibia, el bus frena, Miladys choca la cabeza contra el cristal, su frente perlada en sudor, abre los ojos, toca sus pertenencias instintivamente, respira aliviada y mira hacia afuera tratando de ubicarse, aún falta una hora de viaje aproximadamente, vuelve a cerrar los ojos.

Quiere volver allí, al perfecto mundo amplio y azul, a su verdadero hogar, a Su Reino, pero esta vez no lo logra. Algo lo impide, algo simplemente no está bien. La tela áspera de la ropa del pasajero a su lado la incomoda. Su sudor es agrio, molesto, destila un rancio tufillo de alcohol, totalmente antónimo de ese lugar ahora inalcanzable, el hombre se explaya en el asiento invadiendo su espacio, la observa con lascivia y se relame los labios sonriendo vulgar. Con la mano izquierda disimuladamente él le toca la rodilla, ella se sobresalta, se acomoda la falda e intenta apartarse pero el tipo persiste, ella intenta arrinconarse pero el vaivén del bus ocasiona que las piernas se froten, lentamente el asco de Miladys se va transformando en rabia al percibir de reojo que el hombre tiene una erección, que ha introducido su otra mano en el bolsillo de su pantalón y casi con descaro se masturba aunque ella lo esquivara.

Nadie más parece percatarse o no les importa, quizás prefieren que sea ella quien lo sufra, quizas incluso disfruten con complicidad y morbo de su pequeña desgracia. La respiración del hombre se hace más agitada, Miladys revisa su cartera y su tacto la encuentra, la navaja plegable que hace tantos años le regaló su padre. Observa otra vez por la ventana, ya no falta tanto para su parada, se levanta y aprieta el botón que indica al chofer que se detenga. Una cuadra más y estará liberada.

El hombre le agarra una nalga, su corazón da un vuelco, cierra los ojos, piensa en su niño, piensa en el mundo azul, en el ánfora de aceites esenciales, en el jardín de algas, el bus frena y se detiene, Miladys finge tropezar cayendo de lleno sobre el troglodita y se afinca con una palma en su pecho y la otra mano en sus costillas, clavando hasta el fondo y retorciendo la cuchilla de la navaja, se acerca a su oído y le susurra "jo'eputa espero bien lo hayas gozado", rápidamente la pliega y envuelve en el pañuelo rojo con el que enfundaba el mango, se endereza y aparta, aferrando su cartera, abriéndose paso entre la gente hasta la puerta, con su voz cantarina de sirena entonando: "disculpe, con permiso, 'ñor por favor, con permisito, gracias", y así se baja del bus, con una sonrisa azorada, dejando allí al hombre sin aliento, con ojos desorbitados, sintiendo como escapan de él a la vez sin poder evitarlo su asesina, su semen y su sangre.




Arte: Harkalya 

Belle Epoque

 


Por: Koral García Delgado @harkalya 

Corría el mes de noviembre del año 2002. Por aquellos días tenía veinticinco años, a punto de cumplir los veintiséis. Unos meses atrás había renunciado a mi prestigioso empleo en un canal de televisión para tomar un puesto de reportera capitalina para un diario del interior cubriendo las fuentes de cultura e institucionales, entre otras razones porque me permitía viajar con los gastos cubiertos a la ciudad donde residía la tutora de mi tesis de grado, pagaba mejor y me dejaba mucho más tiempo libre, entre otros privilegios que fui descubriendo con el pasar de los días, tales como los pases de prensa a los eventos, las muestras promocionales de todos los productos patrocinantes, las degustaciones y los brindis... Un trabajo de ensueño para cualquier intelectual pero que lamentablemente no me duró mucho, ya que turbulencias políticas amenazaron la economía, el periódico efectuó una masiva reducción de personal y me dejó cesante apenas tres meses después. 

Muchas interrogantes pasaban por mi cabeza... ¿Había sido demasiado bueno para ser verdad? ¿Cómo pagaría las cuentas del próximo mes sin pedirle dinero a mi madre? ¿Me había precipitado al tomar la decisión de abandonar la seguridad anterior o simplemente había sufrido un golpe de mala suerte? ¿Habría alguna voluntad superior moviendo los hilos del destino o había cometido un craso error? No podría asegurarlo, aunque esto último era lo que más me repetían sin cesar mis familiares y allegados. Mis colegas del canal me decían que mi cargo continuaba vacante, que era posible que me reengancharan si lo pedía por las buenas, como la hija pródiga, si volvía arrepentida y le imploraba a la gerente. Pero yo me había negado, no quería dar marcha atrás aunque eso significara andar "matando tigres"* a destajo para poder pagar la renta y mantenerme. No sé decir si era por orgullo, soberbia o la sed de libertad lo que me motivaba, pero ya no me veía a mí misma otra vez todos los días encerrada meticulosamente en un minúsculo cubículo de 8am a 6pm además de las jornadas extra en el estudio del día de grabación del programa, vistiendo de manera incómoda y atendiendo las exigencias cada vez más absurdas de la directiva: "muchachas, deben venir maquilladas, no con la cara simple y el cabello recogido o secado de peluquería", "sólo pueden salir a almorzar de la oficina al cafetín del canal", "no te coloques una flor natural en la cabeza", "no uses ropa de colores vivos y estampados"... ¡Qué para mí sonaban como "no camines, no mires pa' los la'os", "no te muevas, no pienses", "no respires"! Definitivamente no podía regresar allí, para mí eso no era vivir sino sufrir cada día una muerte a cuentagotas.

Fue así como entre una cosa y otra acepté hacer de bartender en el local de Ricardo. Quedaba en Bello Monte, tenía decoraciones art-deco, los asientos tapizados en terciopelo rojo y era un clásico de la fauna nocturna. Se trabajaba de miércoles a sábado, entrando a las 9pm y saliendo a las 6am. Como siempre he sido un búho me pareció bien. Como me gustaba rumbear allí me pareció bien. Como estaba desempleada me pareció bien. Como nunca le he tenido miedo al trabajo me pareció bien. Después de todo, la paga semanal superaba con creces el salario mensual de mis dos empleos anteriores, sin contar las propinas, y sólo sería por un mes, para hacerle la suplencia mientras su bartender habitual estaba de vacaciones. 

Pero no fue una "bella época" para mí. A principios de ese año había terminado la relación de varios años con mi novio, "el amor de mi vida", una relación tóxica y telenovelesca, pletórica, aderezada de celos, infidelidades, peleas y reconciliaciones apasionadas. Seguíamos saliendo esporádicamente, en realidad no terminábamos de superar la ruptura y seguíamos bastante apegados. Entonces tuve un retraso menstrual pero dadas las circunstancias dudaba en comunicárselo a él, era tan loco, tan impulsivo e impredecible, no tenía idea de cómo reaccionaría, ya habíamos conversado lo mucho que temíamos ese escenario y ahora ni siquiera estábamos juntos del todo como antes. No sabía qué hacer... ¿Me creería? ¿Me apoyaría? ¿Se desentendería?

Lunes: lo primero sería comprobar lo obvio, en el laboratorio me tomaron una muestra de sangre y me dijeron que volviera en media hora por los resultados, de las medias horas más largas que me ha tocado vivir... "Positivo débil" decía el papel. - Oye ¿cómo es esto de + débil?, ¿qué significa? Porque o es sí o es no ahh, ¡no se puede estar medio embarazada! le dije a la amable secretaria que me entregó el examen. Y ella sonriendo ante mi ocurrencia: - Significa que tienes muy poco tiempo, apenas un par de semanas pues la presencia de la hormona es débil en tu sangre. -Mmmmmm... Martes: Me quedé tumbada mirando el techo todo el día y parte de la noche. Miércoles: Diligencias diurnas, hacer las compras, arreglarme e ir a trabajar, qué remedio. Jueves: Dormir todo el día, levantarme, arreglarme e ir a trabajar, Dios, mi vida se volvió un desastre. Viernes: Más de lo mismo pero viernes, así que al carajo todo. Sábado: Esta jornada y listo por la semana. Domingo, lunes, martes y otra vez miércoles. El tiempo vuela y usa patines para agarrar más impulso. 

Miércoles, mi cumpleaños y la última semana en el bar. Llegué temprano después de pasear un rato por Sabana Grande y comer un helado en el Mc Donalds, saludé a los presentes y me senté en uno de los sofás a dibujar un rato antes de que comenzara mi turno, los muchachos apilaban las gaveras de cerveza en el depósito para aprovisionar las barras, el moreno Axel limpiaba la máquina del café expreso. Al rato llegó Iván, y nos incorporamos al ambiente electrónico, poco después empezaron a llegar los clientes, básicamente todo consistía en sacar birras del frigorífico, que a partir de la medianoche implicaba flexionar la cadera y sumergirse de cabeza remojando hasta los codos entre el aguahielo hasta dar con las botellas, eran pocos los que pedían tragos o cocteles, algún que otro galán de levante con sus jevitas sifrinas, o los grupos de gays que pedían con aplausos el show de malabarismos con botellas, Iván el protagonista mientras yo bailoteando medio sugerente a su lado, para disimular mi torpeza en tales maromas, más aún tratándose de objetos de vidrio.

Pero súbitamente el mundo se detuvo, un corrientazo que me atraviesa la columna y mis piernas que ceden, me sostengo entre el mostrador de los licores y el frigorífico, las caras a mi alrededor distorsionadas, contorsionadas, grotescas, un dolor inédito, una pesada ausencia, un horror cálido a ritmo de drum and bass, húmedo y pegajoso deslizándose abundante en fases estroboscópicas desde los pliegues de mi intimidad, el humo nauseabundo casi palpable de tan espeso... No hubo nada que decir, nada que decidir, se había ido. Nigredo, el niño del Vacío con la maldición de la sangre. El atanor fue encendido y el viaje alquímico comenzó.









*Nota de la Autora: "Matar tigres" se dice en el argot venezolano al hecho de hacer breves y diferentes trabajos temporales o informales.


Arte: Harkalya 

Inolvidable navidad


 


Por: Koral García Delgado @harkalya 


Era 24 de diciembre, una fecha emotiva sin lugar a dudas, para muchos motivo de festejos y celebraciones pero para la doctora Yolanda era causa de desazón. Le había tocado estar de guardia en el Hospital esa noche, pero no era eso lo que le preocupaba, después de todo sus compañeros eran su segunda familia y una festividad con ellos hacía que fuera más llevadera la jornada, aún así su mente estaba en otra parte; junto a su bonita hija adolescente que lo pasaría donde los vecinos para no estar sola en casa. Sacó el teléfono celular del bolsillo de su bata, revisó el buzón, sólo felicitaciones de los familiares y amigos; ahora todos lejanos. Algunas enfermeras jugaban a las cartas en el cuarto del personal mientras en la cocina otras colaboraban con las cocineras e improvisaban un convite navideño con los aportes de cada uno ,más colaboraciones de familiares acompañantes de los pocos pacientes que dormían en el área de observación. Como decían por ahí: una "cena de traje".

Era un pueblo tranquilo, no se esperaba ninguna novedad, las grandes reuniones prohibidas por la pandemia, los comercios y licorerías cerrados desde temprano en la tarde, no habría peleas de borrachos en la calle, ni mujeres celosas desgreñándose con las mozas por culpa de sus maridos, no habría cornetas escupiendo regguetón a alto volumen en la madrugada; durante la cuarentena todo estaba como anestesiado, el ritmo de la vida ralentizado a su mínima expresión; no, no se esperaba que ocurriera una emergencia y mucho menos varias... eso es lo que tienen de curiosas las emergencias, nadie las espera, ni siquiera las personas capacitadas especialmente para afrontarlas... 

Cuando la ambulancia llegó sonando la sirena, rápidamente se estacionó, los diligentes rescatistas abrieron las compuertas y uno de ellos sacó la camilla, el corazón de la doctora dio un vuelco, lo que llamarían un pálpito, pero su impecable sentido del deber se impuso en el momento y se abstuvo de dar otra mirada a la pantalla que se encendía intermitente, en consonancia con las lucecitas del árbol navideño parpadeando en el pasillo, en consonancia con las luces giratorias del vehículo parpadeando en el estacionamiento.

El paciente masculino de 49 años sufrió crisis respiratoria dice la ficha de traslado, que los familiares ya vienen en camino desde otra ciudad, que nadie lo acompaña, que pidió ayuda por teléfono le informa el paramédico mientras ella rellena el formulario correspondiente como jefa de la guardia. Un tipo joven, pensó, bien parecido, de complexión atlética. Entrega la planilla firmada, observa el reloj de pared, hora de ingreso: 11:11 pm. "La hora mágica" pensó, para inmediatamente autocensurarse desde su más científica racionalidad. "¿Qué dirían de su sanidad mental si supieran que no sólo oía múltiples voces en su cabeza sino que además vivían peleándose entre sí la mayor parte del tiempo?". La autocensura también evaporó ese pensamiento antes de que se desatara el interminable diálogo interno y se concentró en dirigir y supervisar los procedimientos del ingreso. "Dios, cómo detesto ese lenguaje administrativo, impersonal, burocrático, mecánico", suspiró para sí. Cuando estabilizaron al hombre se reunieron en el comedor y compartieron, incluso apareció una botella de sangría para mejorar los ánimos con un brindis -¡Por la Esperanza, la que nunca muere! - dijo un joven pasante -¡Salud! Por la Esperanza! Por la Navidad! Por el Niño Jesús! Por la Familia! Por todo, por nada, siguieron brindando hasta pasada la medianoche. Cuando los familiares de "Nené" llegaron en la mañana siguiente él ya no estaba en este mundo. El equipo médico se observaba culpable. No se atrevían a mirar a los padres a los ojos, nadie explicó, se hizo lo máximo posible dijeron y los ojos rojos y vidriosos parecían llorar, parecían condolerse, parecían compungidos, no beodos, Nené tenía cáncer, era normal que colapsara, los señores se alegraban de que al menos no hubiera muerto solo decían y la culpa se atascaba en alguna garganta que se retiraba discretamente a evacuar sus excesos. 

En la madrugada ingresó otra paciente, femenina de 72 años. Un infarto durante el traslado. Nada que hacer más allá del ingreso en la morgue y el papeleo. Nada que hacer con la hija y el nieto que lloraban desconsolados en la sala de espera. Nada que hacer hasta que volvieran a incorporarse el lunes siguiente los de las autopsias y se coordinara con las crematorias para proceder con el cadáver. La occisa. Qué fea palabra. Quizás debió haber sido poeta o artista, o cantante, bailarina, empresaria, no sé, cualquier cosa y no dedicarse a la medicina. No dedicarse a esta frialdad de quirófano que se va colando en el alma, no dedicarse a esta esterilidad de instrumentos que extirpa los sueños para desecharlos entre gasas, algodones y jeringas usadas. Sus ojos se llenaron de lágrimas, Yolanda terminó su guardia con un peso en el pecho, se duchó y cambió en el baño del hospital y regresó a su casa. Cuando abrió la puerta, su preciosa hija colgaba girando como una bambalina en el medio de la sala. El grito desgarrador se confundió con el canto de los gallos.



Arte: Harkalya 
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