Inolvidable navidad


 


Por: Koral García Delgado @harkalya 


Era 24 de diciembre, una fecha emotiva sin lugar a dudas, para muchos motivo de festejos y celebraciones pero para la doctora Yolanda era causa de desazón. Le había tocado estar de guardia en el Hospital esa noche, pero no era eso lo que le preocupaba, después de todo sus compañeros eran su segunda familia y una festividad con ellos hacía que fuera más llevadera la jornada, aún así su mente estaba en otra parte; junto a su bonita hija adolescente que lo pasaría donde los vecinos para no estar sola en casa. Sacó el teléfono celular del bolsillo de su bata, revisó el buzón, sólo felicitaciones de los familiares y amigos; ahora todos lejanos. Algunas enfermeras jugaban a las cartas en el cuarto del personal mientras en la cocina otras colaboraban con las cocineras e improvisaban un convite navideño con los aportes de cada uno ,más colaboraciones de familiares acompañantes de los pocos pacientes que dormían en el área de observación. Como decían por ahí: una "cena de traje".

Era un pueblo tranquilo, no se esperaba ninguna novedad, las grandes reuniones prohibidas por la pandemia, los comercios y licorerías cerrados desde temprano en la tarde, no habría peleas de borrachos en la calle, ni mujeres celosas desgreñándose con las mozas por culpa de sus maridos, no habría cornetas escupiendo regguetón a alto volumen en la madrugada; durante la cuarentena todo estaba como anestesiado, el ritmo de la vida ralentizado a su mínima expresión; no, no se esperaba que ocurriera una emergencia y mucho menos varias... eso es lo que tienen de curiosas las emergencias, nadie las espera, ni siquiera las personas capacitadas especialmente para afrontarlas... 

Cuando la ambulancia llegó sonando la sirena, rápidamente se estacionó, los diligentes rescatistas abrieron las compuertas y uno de ellos sacó la camilla, el corazón de la doctora dio un vuelco, lo que llamarían un pálpito, pero su impecable sentido del deber se impuso en el momento y se abstuvo de dar otra mirada a la pantalla que se encendía intermitente, en consonancia con las lucecitas del árbol navideño parpadeando en el pasillo, en consonancia con las luces giratorias del vehículo parpadeando en el estacionamiento.

El paciente masculino de 49 años sufrió crisis respiratoria dice la ficha de traslado, que los familiares ya vienen en camino desde otra ciudad, que nadie lo acompaña, que pidió ayuda por teléfono le informa el paramédico mientras ella rellena el formulario correspondiente como jefa de la guardia. Un tipo joven, pensó, bien parecido, de complexión atlética. Entrega la planilla firmada, observa el reloj de pared, hora de ingreso: 11:11 pm. "La hora mágica" pensó, para inmediatamente autocensurarse desde su más científica racionalidad. "¿Qué dirían de su sanidad mental si supieran que no sólo oía múltiples voces en su cabeza sino que además vivían peleándose entre sí la mayor parte del tiempo?". La autocensura también evaporó ese pensamiento antes de que se desatara el interminable diálogo interno y se concentró en dirigir y supervisar los procedimientos del ingreso. "Dios, cómo detesto ese lenguaje administrativo, impersonal, burocrático, mecánico", suspiró para sí. Cuando estabilizaron al hombre se reunieron en el comedor y compartieron, incluso apareció una botella de sangría para mejorar los ánimos con un brindis -¡Por la Esperanza, la que nunca muere! - dijo un joven pasante -¡Salud! Por la Esperanza! Por la Navidad! Por el Niño Jesús! Por la Familia! Por todo, por nada, siguieron brindando hasta pasada la medianoche. Cuando los familiares de "Nené" llegaron en la mañana siguiente él ya no estaba en este mundo. El equipo médico se observaba culpable. No se atrevían a mirar a los padres a los ojos, nadie explicó, se hizo lo máximo posible dijeron y los ojos rojos y vidriosos parecían llorar, parecían condolerse, parecían compungidos, no beodos, Nené tenía cáncer, era normal que colapsara, los señores se alegraban de que al menos no hubiera muerto solo decían y la culpa se atascaba en alguna garganta que se retiraba discretamente a evacuar sus excesos. 

En la madrugada ingresó otra paciente, femenina de 72 años. Un infarto durante el traslado. Nada que hacer más allá del ingreso en la morgue y el papeleo. Nada que hacer con la hija y el nieto que lloraban desconsolados en la sala de espera. Nada que hacer hasta que volvieran a incorporarse el lunes siguiente los de las autopsias y se coordinara con las crematorias para proceder con el cadáver. La occisa. Qué fea palabra. Quizás debió haber sido poeta o artista, o cantante, bailarina, empresaria, no sé, cualquier cosa y no dedicarse a la medicina. No dedicarse a esta frialdad de quirófano que se va colando en el alma, no dedicarse a esta esterilidad de instrumentos que extirpa los sueños para desecharlos entre gasas, algodones y jeringas usadas. Sus ojos se llenaron de lágrimas, Yolanda terminó su guardia con un peso en el pecho, se duchó y cambió en el baño del hospital y regresó a su casa. Cuando abrió la puerta, su preciosa hija colgaba girando como una bambalina en el medio de la sala. El grito desgarrador se confundió con el canto de los gallos.



Arte: Harkalya 

1 comentario:

Guerrero dijo...

Interesante relato y un dura realidad para muchos !! Honor a quien honor merece! Excelente como siempre

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